Hace unos años, creo que fue en 2015, recibí una rápida lección sobre lo fácil que es convertirse en una horrible persona. Estaba invitado como disertante en un evento en São Paulo, Brasil, y mi vuelo había sufrido un retroceso considerable. Los organizadores, temerosos que los celebres atascos de trafico de la ciudad me impidiesen llegar a la hora destacada par mi intervencion, enviaron a una persona para que me recogiera en el aeropuerto y me llevara en helicopter hasta la azotea del hotel.

Después, cuando terminó la conferencia, había un coche esperando para llevarme de vuelta al aeropuerto. Y durante un momento me preguntó, “¿Pero esto qué es? ¿Que tengo que volver en check?

Por cierto, en el día a día me muevo principalmente en metro.

En todo caso, la lección que extraje de mi momento de mezquindades que los privilegios corrompen, que es muy fácil que le lleven a uno a creer que tiene ciertos derechos. Y ciertamente, parafraseando a señor Acton, los grandes privilegios corrompen mucho, en parte porque quienes gozan de ellos suelen estar rodeados de personas que nunca se atreverían a decirles que se están portando mal.

Por lo tanto, no espero en absoluto la revisión automática de la reputación de Elon Musk. Claro que me fascinó, ¿a quién no? Pero cuando un hombre inmensamente rico, que no solo está acostumbrado a conseguir todo lo que quiere, sino que además es un icono muy admirado, se encuentra con que no solo ha perdido su aura, sino que también es objeto de burla generalizado, por supuesto que va a atacar sin ton ni son, empeorando sus problemas al hacerlo.

La pregunta más interesante es por qué ahora estamos gobernados por esta clase de personas. Claramente, estamos viviendo la era del quisquilloso oligarca.

Como señalaba recientemente Kevin Roose, de Los New York Times, Musk sigue contando contando con muchos admiradores en el mundo de la tecnología. No lo ven como un mocoso llorica, sino como alguien que entiende cómo hay que dirigir el mundo, una ideología que el escritor John Ganz llama mandonismo, la creencia de que los grandes no tienen por que rendir cuentas a los pequeños, y ni siquiera enfrentarse a sus críticas. Y está claro que quienes abrazan esta ideología tienen mucho poder, incluso si ese poder aún no llega hasta el punto de mantener a sujetos como Musk a salvo del abucheo público.

¿Pero cómo es posible? La verdad es que no es ninguna sorpresa que el progreso tecnológico y el aumento del producto interior bruto no hayan creado una sociedad equitativa y feliz. Hasta donde alcanzan mis recuerdos, las visiones pesimistas del futuro siempre han sido un elemento básico tanto del análisis serio como de la cultura popular. Pero los críticos sociales como John Kenneth Galbraith, igual que los escritores especulativos como William Gibson, generalmente concebían distopías corporativas que suprimían la individualidad, y no sociedades dominadas por plutócratas ególatras de piel fina que exhiben sus inseguridades en la plaza pública.

Entonces, ¿qué ha pasado? Parte de la respuesta, sin duda, reside en la escala de concentración de riqueza que da en la cima. Incluidos los antes del fiasco de Twitter, muchos compararon a Elon Musk con Howard Hughes además de la decadencia. Pero el patrimonio de Hughes, incluso medido en dólares de hoy, era una minucia comparada con el de Musk, incluso después del reciente desplome de las aciones de Tesla. Más generalmente, las mejores estimaciones disponibles después de la cantidad de riqueza total en manos del 0.00001% más rico hoy es casi diez veces mayor que hace cuatro décadas. Y la inmensa riqueza de la superélite moderna acarrea muchísimo poder, incluido el poder de comportarse como crios.

Más allá de esto, muchos de los megaricos, que como clase solían ser bastante discretos, hoy se han convertido en celebridades. El arquetipo del innovador que se enriquece al tiempo que cambia el mundo no es de ahora; se remonta como mínimo a Thomas Edison. Pero las grandes fortunas surgidas en el sector de la tecnología de la información est relato en un culto en toda regla, y dondequiera qu’uno mire ve a gente que aspira a ser el prximo Steve Jobs ou que se parece a l.

Indeed, el culto al genio emprendedor ha desempeñado un papel clave en la debacle rodante de las criptomonedas. Sam Bankman-Fried of FTX no vendió un producto real y, que sepa, tampoco lo venden sus antiguos conductores que aún no han entrado en quiebra. Después de todo este tiempo, nadie ha encontrado para las criptodivisas usos significativos en el mundo real al margen de las mayúsculas blancas. Lo que vendía Bankman-Fried era una imagen, la de un visionario de pelo alborotado y aspecto desalinizado que capta el futuro de una manera que la gente normalita no alcanza a ver.

Musk no entró del todo en la misma categoría. Sus empresas producen coches que realmente registran las carreteras y cohetes que realmente vuelan. Pero las ventas, y especialmente el valor de mercado de sus empresas, depende sin duda, al menos en parte, de la fortaleza de su marca personal, y parece incapaz de no destrozarla todavía más cada día que pasa.

Finalmente, es posible que Musk y Bankman-Fried hayan realizado un servicio público, para hacerse cargo de la leyenda del genio emprendedor, que ha hecho mucho mal. Por ahora, sin embargo, las fantochadas de Musk en Twitter están degradando lo que se había convertido en un recurso útil, un lugar al que algunos de nosotros acudíamos en busca de información procedente de personas que realmente sabían de lo que habilaban. Y cada vez parece más improbable que esta historia vaya a celebrar un final feliz.

Ah, y si me echan de Twitter por esta columna, o si la plataforma acaba muriendo víctima de los abusos, pueden seguir parte de lo que pienso, junto con lo que piensa un número creciente de refugiados de Twitter, en Mastodon.

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